La bandera rojinegra

Nuestro viaje anual era todo un suceso, casi todos
los años lo hacíamos; la travesía era de Hermosillo a Los Mochis. El
viaje era largo y tedioso, pero había chispas de desenfado.

Cuando pasábamos por Guaymas era divisar sus inmensos cerros con formas
caprichosas como la de una cabeza de elefante. Luego ver el mar partido
en dos con un entonces espectacular puente donde la gente tiraba el
anzuelazo. Ahí me hacía el valiente, le decía a mi papá que yo
fácilmente me tiraba un clavado del puente como “Aquaman”. Un día mi
padre paró en seco el carro y me dijo que me tirara, por supuesto que
me solté llorando al ver la altura y ellos se divirtieron buena parte
del camino conmigo.

 La llegada a comer birria en Navojoa era de rigor, birria tipo maya,
hecha en cazuela de barro y enterrada en un hoyo cubierta de hojas de
plátano. Cruzar los grandes ríos de nuestro Estado era comenzar a vivir
un poco el clima subtropical, los ríos Yaqui y el Mayo. La alameda que
daba la bienvenida en Navojoa era preciosa.

Luego comenzaba el aburrimiento de nuevo, las revisiones de rigor en
Estación Don, y el cruce de estados, donde mis padres de sangre
sinaloense comenzaban a atacar a los hijos nacidos en Sonora con
“carrilla” sobre las grandezas de su Estado natal. Mi madre bajaba la
ventana y respiraba profundo diciendo que el aire era más puro que el
de Sonora.

Pasando una sierra antes del ejido El Carrizo, había un grupo de
huelguistas, al parecer era una bodega agrícola o despepitadora de
algodón que ya tenía años con la bandera rojinegra colgada. Al
principio, un grupo de trabajadores estaban apostados en la puerta con
una bandera que cambiaban seguido porque sus colores no se desteñían,
la fábrica lucía impresionante pasando ese cerco, el cual resguardaban
con celo los trabajadores.

Mi padre pasaba y bajaba el vidrio del carro gritando: ¡“Ahi les va a
llegar el cheque…!”, los trabajadores alborotados le rechiflaban y
regresaban el cumplido de mi padre con señas y sonidos de cazuelas.

Los años pasaron y cada año se repetía la misma historia, algunas cosas
cambiaban, los álamos de Navojoa se secaron, los ríos se fueron
haciendo más angostos, el libramiento hizo del puente una anacronía.
Las carreteras que antes eran gratis ahora eran de paga, éstas se
ensancharon a cuatro carriles haciendo el viaje más seguro y rápido,
por otro lado los retenes militares y federales se multiplicaron.

Pero los cambios más notables se daban en aquella fábrica, el grupo
huelguista iba disminuyendo año con año y la fábrica se iba
consumiendo; primero desaparecieron los cercos, ventanas y puertas,
después los motores eléctricos, los transformadores, los cableados, las
tuberías y estructuras que la hacían tan atractiva, tan viva.
Finalmente sus láminas del techo se esfumaron, víctimas de los
huracanes y del mismo canibalismo de los trabajadores.

La bandera rojinegra iba cada año destiñéndose más, simbólicamente
colgada en lo único que quedaba de cerco que era la puerta de entrada
de la fábrica. En los últimos viajes familiares ya sólo estaba un
solitario huelguista bajo una raída carpa sentado en una poltrona y
casi siempre con una taza de café en la mano. Mi padre ya no les
gritaba porque difícilmente obtendría una porra como la que le daban
antes, eso le quitaba el chiste a su protesta.

En un principio para mí esto era un chiste, hoy comprendo que las
huelgas sólo lastiman y hieren a los dos bandos que conforman una
empresa. Por un lado, familias se quedan sin su sustento, por otro los
activos del empresario se depredan, envejecen y finalmente desaparecen,
acabando así de tajo con la generación de riqueza.

Hace poco circulando por la ciudad vi una bandera rojinegra colgada
fuera del organismo administrador de agua, trabajadores fuera del
edificio tomaban café y se amontonaban bajo una reluciente carpa.
Tentado estuve en gritarles la consigna de mi padre, pero mi velocidad
era baja y temí por mi seguridad personal.

Ahora sólo espero que por el amor de Dios y por el amor que los
trabajadores y administradores de esta empresa paramunicipal puedan
tener por su ciudad y sus habitantes ya detengan esta lucha intestina
de poder que sólo nos daña a todos nosotros, nuestros hijos, nuestras
familias y a nuestras empresas.

La desesperación puede llevar a la depredación de activos, de hecho
éstos ya se están dañando por falta de mantenimiento adecuado y uso. En
este caso la empresa nos pertenece a todos y no podemos, no debemos
dejar que nos endosen una factura que no estaremos dispuestos a pagar.

*Articulo publicado el 1 de Abril del 2003 en el periódico El Imparcial, sección Editorial De Frente.